Desde mi modesta opinión, diría que son dos las causas fundamentales que han provocado este giro que tanto ha abrumado a progresistas y demócrata-liberales: la imposición de unos principios ideológicos delirantes que podrían resumirse en la disparatada Agenda 2030 y el modelo migratorio implantado por los dirigentes europeos.
Ante la sorpresa de los resultados europeos (algo impostada y forzada) no puedo evitar hacer un comentario sobre la decisión de los votantes y de los que no votaron. Aunque se esté muy lejos de conseguirlo podría decirse que ciertos aires de cambio soplan en el viejo continente. Sin embargo, cierto es que parece haber una gran masa social que todavía se resiste a esta inversión de las políticas que desde hace años se promulgan e implantan desde Bruselas pese a las consecuencias nefastas y los resultados fatídicos. Una masa social que se obstina en defender un paquete ideológico caduco y obsoleto, en una especie de actitud suicida. La situación actual no empuja si no a la polarización social, con países de la unión al borde de un conflicto grave por culpa, especialmente, de una izquierda que no quiere ver el sentido hacia el que está presionando.
Ahora bien, como decía, un grupo importante de personas se resiste a ceder al globalismo rampante que desde hace años viene imponiéndose desde Bruselas, algo que, si bien se ha visto de forma creciente en los últimos años, no es más que el objetivo de una estructura tecnócrata que persigue el sueño de los mundialistas. Dejando de lado la discusión sobre la naturaleza de la UE, sus fallos de concepción y sus problemáticas en origen, podríamos decir que una población (mayoritariamente joven) se resiste a ceder a las imposiciones de un parlamento supranacional que desde hace años desarrolla una agenda que obliga a todos los pueblos miembros de la unión a su cumplimiento, siendo un claro ejemplo de la planificación y de la creación de una comunidad política de forma artificiosa impuesta desde arriba.
El viraje del voto europeo hacia la derecha es una realidad incontestable que ha provocado gritos de alerta en la progresía internacional. Desde mi modesta opinión, diría que son dos las causas fundamentales que han provocado este giro que tanto ha abrumado a progresistas y demócrata-liberales: la imposición de unos principios ideológicos delirantes que podría resumirse en la disparatada Agenda 2030 y el modelo migratorio implantado por los dirigentes europeos.
La Agenda 2030 es el compendio de todos esos objetivos que han puesto a la maquinaria bruselense a trabajar sin destajo en la implantación de una serie de medidas que paulatinamente han ido ahogando a los ciudadanos europeos, imponiéndoles una forma de vida en base a una serie de intereses poco o nada fundamentados. Si en algo hay que darle la razón a Buxadé durante la campaña es en el acierto al señalar cómo de las solapas de las chaquetas ha desaparecido el pin de colores que hasta monarcas llegaron a lucir. Incluso los defensores acérrimos de semejante compendio para engañabobos han hecho desaparecer como por arte de magia la insignia que en su día exhibían con orgullo patético. Hacerla desaparecer ha sido el cálculo interesado de unos políticos que han comprendido que los europeos empiezan a asociar muchos de sus problemas cotidianos y reales con la paleta de colores. El problema de la planificación política impuesta desde instancias superiores a la población, es decir, de la política hecha desde arriba, es la falta de conocimiento y de experiencia real, partiendo de ideas preconcebidas y no de la realidad patente. El mejor de los ejemplos que tenemos hoy en Europa de dicha planificación es la PAC (Política Agraria Común). En base a unos objetivos previamente acordados (Agenda 2030) se imponen una serie de medidas y directrices que los agricultores han de seguir, sin conocer la realidad del campo y sin tener en cuenta a los profesionales del sector. Los burócratas de Bruselas son los que en última instancia redactarán las normas que regirán los campos de Jaén. Quizá vaya siendo hora de que la Agenda 2030 pase por la prensa de los aceiteros convirtiéndola en desecho no reciclable.
Tampoco podemos ignorar la reacción de los europeos ante las políticas migratorias que desde hace años se vienen implantando en Europa. La pérdida de la identidad de los pueblos europeos ha conducido a la reacción lógica de los hombres que no reconocen su comunidad política porque todo lo que en ella había que les hacía sentirse parte de esta, ha ido diluyéndose con el paso del tiempo por la influencia de elementos foráneos, tan extraños como incomprendidos. En los últimos años hemos visto como en numerosas ciudades, de la disolución de los elementos propios de una cultura se ha pasado a la división entre lo nacional y lo extranjero, de la que han surgido tensiones y enfrentamientos que han puesto en jaque la seguridad y la tranquilidad. No por casualidad ha sido en Francia, uno de los países que más ha sufrido esta realidad, donde Rassemblement National ha ganado 12 escaños con el 31,4% de los votos, aplastando abrumadoramente a Macron y otras fuerzas, hecho que ha conducido al presidente de la República a la disolución de la Asamblea Nacional. Francia se va a elecciones en una situación de tensión social máxima, donde vemos como las fuerzas de las izquierdas se alían mientras las derechas hacen lo propio, en un clima de hostilidad al que la sociedad francesa se ha visto empujada por aquellos que han querido jugar a la ingeniería social.
Pero si de los votos emitidos pueden sacarse estas conclusiones, no podemos ignorar aquellas que pueden derivarse los votos no ejercidos. La abstención en las elecciones europeas ha sido tan abrumadora como raquítica ha sido la participación. Casi la mitad de la población europea decidió no acudir a las urnas, realidad que se viene repitiendo desde hace años, por lo menos en España, tanto a nivel autonómico como nacional, hecho que no debería ser ignorado y que debería invitar a la reflexión sobre el sistema de participación democrática y “representativo” imperante en las democracias occidentales. Juan Manuel de Prada señalaba hace unas semanas en el Podcast Lo que tú digas esta situación. Bien podría excusarse el sistema, como acertaba el escritor, diciendo que se trata de la nula responsabilidad de los ciudadanos que no preocupados por la política y el bien común, de manera egoísta, deciden no ejercer sus deberes y obligaciones con el sistema democrático. Claro que muchos de los no votantes vivirán sumidos en distintos vicios que no les permitan acudir a las urnas, así como habrá un grupo de gente que no lo haga por despreocupación o vaguería, pero la generalización de que todos aquellos que no ejercen su derecho a voto se debe a estas causas sería tan atrevida y estúpida como decir que todos los que votan son personas bien formadas y enteradas que ejercen su derecho en conciencia y con el conocimiento suficiente sobre lo oportuno y correcto para la comunidad política. Muchos de los no votantes probablemente tengan un saco de razones mejor digeridas que aquellos que como autómatas se dirigen a las urnas para participar de la fiesta de la democracia. La abstención masiva podría inducirnos a pensar en el desprestigio con el cuenta para muchos de los ciudadanos este sistema exhausto y el recelo que despiertan los partidos sistémicos, así como la negativa a legitimar a través del voto una organización supranacional que desde hace años se ha convertido en el pretexto de las élites europeas para la imposición de un gobierno global que paulatinamente borra las patrias y barre las fronteras, convirtiendo a Europa en una realidad irreconocible si se atiende a su verdadera naturaleza.
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