Dirán que la firma del rey significa la continuación de la institución monárquica y por tanto la salvaguarda de España. Personalmente considero esto un eufemismo, la sinrazón de agarrarse a una frágil mentira: más bien se trata de prolongar la agonía de una patria condenada.

Felipe VI, como era de esperar, sancionó hace ya algunos días la Ley de Amnistía, hecho que ha suscitado en la derecha española (y en la sociedad en su conjunto) un enconado debate sobre la necesidad de la institución monárquica y su función. Para los que se sorprenden y se indignan por la firma del rey, bueno sería recordarles que leyes peores han pasado por las manos del monarca y de su predecesor, que sin temblor ni remordimiento aparente han deslizado la pluma sobre el papel para sellar con su firma infamias tan grandes como aquella que elevaba el asesinato a categoría de derecho. Todas estas situaciones y discusiones son como conversaciones de besugos que no hacen más que poner de relieve la estupidez y el sinsentido de un sistema incomprensible.

Los defensores de la monarquía Constitucional se esfuerzan inútilmente en repetirnos la cantinela de que el rey es símbolo de la nación y de su unidad, cuestión que resulta absurda cuando dicho símbolo firma leyes que destruyen el tejido moral de su pueblo y atentan contra la unidad de la patria que dice defender. El poder que le otorgan al rey como jefe del Estado emana de una constitución redactada por aquellos que aspiraban al control de dicho Estado. De ahí que su papel sea el de mero notario del reino. Por otro lado, tienen a los monárquicos desencantados, que hasta el lunes pasado seguían pensando que el Rey haría algo diferente a plasmar su firma. Aparecían al día siguiente con las ojeras del que ha pasado la noche en vela llorado a la luna, entre quejidos roncos y gestos fruncidos.

Todo esto ocurre por haber perdido la noción de los gobernantes rectos y la idea de autoridad, así como tantos otros conceptos que en nuestra sociedad carecen hoy de importancia, tales como el honor. El buen gobernante no es el que se sujeta a la ley incondicionalmente, especialmente cuando esta no es justa. Porque la ley y la justicia son términos diferentes, conceptos distintos que se confunden, que se mezclan engañosamente para hacer creer que toda ley, por ser promulgada, justa es y como tal, obedecida ha de ser. La ley es justa cuando nace del Derecho Natural y las premisas que establece hunden sus raíces en la eternidad. Pero en nuestras sociedades modernas vivimos en un positivismo delirante que nos conduce a la típica excusa de “es conforme a ley”. Por ello, el rey sanciona con el beneplácito de sus secuaces, siendo ejemplo de disciplina y de buen hacer. Conforme a otras leyes en la historia muchos han cometido actos viles, moralmente condenables.

Bueno sería recordarle a Felipe VI las palabras que dedicó a sus cadetes y oficiales un joven general (cuyo nombre no ha de ser pronunciado) que por 1931 ocupaba el puesto de Director de la Academia General de Zaragoza. Decía en su discurso tras el cierre de la academia decretado por el gobierno de la Segunda República: “No olviden que por encima de la disciplina está el honor”. Palabras que más tarde le recordaría Camilo Menéndez Vives al Teniente General y Vicepresidente del Gobierno Manuel Gutiérrez Mellado en el marco del traslado de los cuerpos de los guardias civiles y policías asesinados por ETA allá por 1977. Recordarle tan grande consigna fue motivo de arresto y cese. Probablemente el Capitán de Navío Menéndez Vives sabía lo que se jugaba, pero tuvo claro que aquellas palabras encerraban una verdad incómoda que solo ciertos hombres pueden aspirar a materializar. Ahí están nombres como Luis Daoíz y Pedro Velarde (más conocidos como Daoíz y Velarde) que han pasado a la historia con esa aura memorable y ese aliento de gloria, porque en el momento en el que la patria estaba en juego, supieron desobedecer las órdenes y no reparar en las leyes, olvidando la disciplina, sabiendo que no se ajustaban al bien común de los españoles. Podríamos poner el ejemplo de otro rey y emperador caído en el olvido por su trágico destino. Carlos I de Austria, el último de los emperadores austrohúngaros, perdida la Gran Guerra, se exiliaba en Suiza con su familia y veía como se convertía en el último de los hombres que portaba la corona imperial. Se desquebrajaba el imperio y las naciones surgían como sarpullidos en la inmensidad de un territorio que albergaba distintas etnias y religiones. Nos cuenta el profesor Alberto Bárcena en su libro Iglesia y Masonería. Las dos ciudades como el emperador Carlos se reunía un 13 de junio de 1921 con el sacerdote Maurus Carnot, a quien confesó que se le había ofrecido recuperar el trono con dos condiciones: reconocer el divorcio e introducir la escuela laica. El católico rey se negó, considerando que serían medidas que dañarían a su pueblo. No se jugaba perder el trono, pero podría haberlo recuperado. Prefirió la gloria en el cielo a la comodidad en la tierra. Así se lo reconoció el Santo Padre Juan Pablo II, quien en 2004 le beatificó.

Volver la cabeza a la historia siempre supone una lección. Y, en ocasiones, una buena lección. Quizá, entre firma y firma, podría el rey voltear la cabeza, escudriñar el pasado. Es solo un consejo.

Servirían estos dos ejemplos a nuestro insulso monarca: el de Daoíz y Velarde, que superpusieron la continuación de la patria y su independencia a las órdenes de sus superiores, sabedores que solo así España podría salvarse; o el ejemplo de Carlos I de Austria, quien se resignó a aceptar de vuelta el trono si ello significaba introducir medidas que dañarían a su pueblo.
Dirán que la firma del rey significa la continuación de la institución monárquica y por tanto la salvaguarda de España. Personalmente considero esto un eufemismo, la sinrazón de agarrarse a una frágil mentira: más bien se trata de prolongar la agonía de una patria condenada.


0 comentarios

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *