El problema surge del insulto y vilipendio que sufren desde hace años el decoro y las buenas maneras, el comportamiento serio y la elegancia, todo ello perdido en favor de actitudes propias de jovenzuelos inmaduros y vehementes que prefieren dar rienda suelta a sus pasiones y sentimientos a usar la inteligencia.

Abrir y leer los periódicos en España (especialmente los digitales, y muy especialmente algunos digitales, esos que no le gustan a nuestro presidente) resulta ser un ejercicio un tanto dantesco pero con ciertos tintes de humor, aunque de gracioso no tenga nada. Pero ante situaciones tan grotescas uno no puede sino reírse, aunque sea para intentar quitar hierro a un asunto que como tantos otros nos ocupan cada día.

El ministro de transportes Óscar Puente, fuerza de choque del sanchismo por sus formas y modales, algo toscos podríamos decir, parecía ignorar las normas básicas de cortesía que todo miembro del gobierno y cargo público ha de tener hacia toda persona, muy especialmente hacia los presidentes, primeros ministros, jefes de estado … de otras naciones. La opinión que le merezca a Óscar Puente el presidente de Argentina Javier Milei, podría reservarla para sus círculos más cercanos y sus festines o conversaciones privadas. Pero las declaraciones no son desacertadas ni equivocadas, no son una metedura de pata ni un error cometido por el ministro. Sería pecar de inocencia pensar que sus palabras nacen del desconocimiento. Son la expresión y cristalización de un desprecio total por una cortesía y un decoro que desde hace años una parte importante de nuestros cargos públicos tienden a menospreciar. Comenzó a verse en las cortes y en las formas y maneras de vestirse de algunos de los diputados. Claro que el hábito no hace al monje, como sabiamente reza el refrán popular, pero los hábitos ayudan a hacerse al monje. Vestirme decorosa y adecuadamente para cada sitio y lugar me ayuda a tomar conciencia de quién soy y qué represento, cuáles son mis obligaciones, deberes y limitaciones. De la misma manera, conocer y poner en práctica ciertas normas de cortesía y educación, guardar unas formas y evitar ciertos comportamientos en función de mi estatus, mi situación u ocupación, me permite y me ayuda a establecer un orden social conveniente para el buen desarrollo de las relaciones y por tanto de la vida común.

Óscar Puente no es más que el eslabón de una larga cadena de despropósitos y malos modales que muchos de nuestros políticos llevan protagonizando desde hace tiempo. Echarse las manos a la cabeza a estas alturas ante estas intervenciones o escandalizarse por un ministro que en su cuenta personal de Twitter sube una imagen del actor La Roca con la leyenda “siuuuuuuuuu” para celebrar la continuación de su jefe, es decir, del presidente del gobierno en el cargo que ocupa, es no haberse enterado de la deriva de la clase política española y de su degeneración, en un franco descenso de la altura y de la responsabilidad que los cargos que ocupan requieren. No se trata únicamente del señor Puente, también podríamos tomar el ejemplo de la ministra y vicepresidente Montero, que interpela con acusaciones graves al jefe de la oposición basándose en un bulo (eso que tanto les gusta denunciar pero que tan mano lo tienen día a día que lo confunden con la realidad) y filtra unas informaciones de un ciudadano privado a los medios que nunca habían sido publicadas y que jamás ha explicado cómo y por qué las conocía. Podríamos hablar también de la ministra de igualdad, la señora Redondo García, que al grito de “¡vergüenza!” sin indignaba y chillaba como podría hacerlo una joven manifestante en cualquier plaza pública. Pero claro, solo basta con ver al jefe de todos ellos para saber a que atenerse: un hombre que se coloca los pantalones mientras conversa con el Rey y que le recibe con las manos en los bolsillos.

Pero, como decía, el problema surge del insulto y vilipendio que sufren desde hace años el decoro y las buenas maneras, el comportamiento serio y la elegancia, todo ello perdido en favor de actitudes propias de jovenzuelos inmaduros y vehementes que prefieren dar rienda suelta a sus pasiones y sentimientos a usar la inteligencia. Quizá el cargo les venga grande, algo que demuestran cada día, pues no parecen ni manifiestan tener la formación imprescindible ni la experiencia necesaria que debería requerirse a un ministro del gobierno.  Son gente del partido, fieles a su jefe al que contemplan como a un líder, tan imbuidos de ideología y discursos desvariados que ven la realidad deformada.  Por todo ello, podríamos llamarles ministrillos antes que ministros.

Categorías: Pensamiento

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