La revolución, lejos de ser el mito fundacional de las democracias modernas, como se entiende en nuestros días, bien podríamos considerarla como el acontecimiento constitutivo de todos los totalitarismos ulteriores.

En el artículo anterior repasábamos uno de los muchos acontecimientos trágicos que dejó tras de sí la Revolución Francesa: la condena a muerte de Luis XVI. Como se señaló, el monarca fue condenado a la pena capital por un solo voto pues, según el recuento de la Convención del 18 de enero de 1792, fueron 361 votos a favor contra 360 en contra. De la fiebre sanguinaria que afectaba a los diputados revolucionarios da fe una anécdota recogida por la tradición histórica y que señala Claude Quétel en su libro ya citado en el artículo anterior ¡Creer o morir!. Conocedor de su destino, pidió el rey la confesión de una sacerdote de los que por entonces se conocían como refractarios, es decir, aquellos que no habían sucumbido a la Constitución Civil del Clero de 1791, manteniendo su fidelidad a la Iglesia de Roma y su cabeza visible, el papa. Pidió entonces el rey unas tijeras para cortarse el pelo, favor que no le fue concedido, a lo que reaccionó con sorna diciéndole a su confesor: “Esa gente ve por todas partes puñales y veneno”. Y es que Francia, aunque ya había dado buena muestra de ello, pronto se convertiría en una nación gobernada por mentes enfermas y sanguinarias sedientas de venganza y con una inclinación algo siniestra por establecer un régimen de terror. La revolución, lejos de ser el mito fundacional de las democracias modernas, como se entiende en nuestros días, bien podríamos considerarla como el acontecimiento constitutivo de todos los totalitarismos ulteriores. Podría señalarse como ejemplo de esto último esta frase de Danton, hombre fuerte de la revolución: “seamos terribles para dispensar al pueblo de serlo”.

De la decisión de condenar al rey a la pena capital, nos interesa ahora señalar la acción (por su trascendencia) de uno de los participantes en la votación que llevó a cabo la Convención: Felipe de Orleans, el apodado Igualdad (Philipe Égalité) en los años de la fiebre revolucionara. Es este uno de esos personajes de la historia que despiertan una profunda curiosidad por sus acciones y decisiones. Es, además, conocido por ser el antepasado lejano de una rama menor de los Borbones que terminó asentándose en España: su nieto Antonio, duque de Montpesier, se casó con la infanta Luis Fernanda, hermana de la reina Isabel II. Parece ser que este último algo tuvo que ver con aquella Gloriosa (1868) que derrocó a la reina española, pero esa es otra historia.

Felipe de Orleans fue uno de aquellos nobles franceses que, como tantos otros, se subió al tren de la revolución para luchar contra los viejos privilegios y el Antiguo Régimen. Puede resultar chocante, pues existe la creencia algo romántica de que la revolución fue llevada a cabo por los campesinos franceses, siendo en parte cierto que a muchos de ellos arrastró (también a la muerte, vaya por delante), pero sin obviar el hecho de que fue principalmente impulsada por unas élites burguesas y, en ocasiones, incluso nobles, como es el caso del duque de Orleans. Este, Gran Maestro del Gran Oriente de Francia, cuenta como decíamos con una historia oscura. Votó sin remordimientos la condena a la guillotina del rey Luis XVI y, sabiendo que la mayoría fue alcanzada por un voto, bien podríamos decir que el regicidio se llevó a cabo gracias al voto de su primo, aquel infame duque masón que soñaba con ser rey. Cuenta el profesor Alberto Bárcena en su libro Iglesia y Masonería. Las dos ciudades, que su popularidad creció entre los revolucionarios por ser el impulsor de la primera de las muchas revueltas que sacudirían París y toda Francia, aquella acontecida el 28 de abril de 1789 con el asalto de la fábrica Réveillon y que terminó con la vida de unas 200 personas.

Ya antes de la condena a muerte del monarca el duque de Orleans dio muestras de su frivolidad en la famosa marcha de las mujeres, uno de esos acontecimientos históricos que, intencionadamente, se mezclan con elementos fantásticos para contribuir a la creación de una imagen mítica de los hechos, contribuyendo así a la creación de un discurso muy determinado. Se dice que las mujeres de los mercados parisinos marcharon sobre Versalles espontáneamente para protestar contra la subida de los precios. Muy probablemente todo esto estaba bien organizado y maniatado, pues la marcha fue acompañada por la Guardia Nacional y por los hombres de Felipe de Orleans, estando muchos de ellos, como el propio duque, vestidos de mujeres. Esta famosa marcha fue la que propició la salida de la familia real de Versalles, conducida a París, comenzando así un largo calvario que acabaría en el cadalso.

Pero ¿qué motivó al duque de Orleans en todas las decisiones que tomó? ¿Qué fue lo que le empujó a actuar contra su familia en una decisión tan trascendente como la de acabar con el monarca, su primo?

Señalado con anterioridad, quizá podríamos encontrar una pista en una esfera de su vida a veces obviada: la pertenencia a la masonería. La influencia de la secta quizá más nombrada y menos conocida en todos los procesos revolucionarios de la modernidad es patente cuando se estudia la pertenencia de muchos de los líderes revolucionarios a esta. Durante la Revolución Francesa, por muchos motivos, la masonería influyó en su desarrollo y contribuyó a su triunfo. Como Gran Maestro del Gran Oriente de Francia, el duque de Orleans favoreció la revolución como proceso e instrumento imprescindible para acabar con uno de los objetivos principales de la sociedad secreta: el cristianismo, la moral cristiana y su cristalización social.

Sin embargo, todo esto no le sirvió para evitar el cadalso. Como su primo, él también acabó guillotinado. Al fin y al cabo, les unía la misma sangre. La Revolución Francesa alcanzó tales cotas de brutalidad y fanatismo que acabó devorando a los que la hicieron posible.

Categorías: Historia

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