La eliminación del premio de tauromaquia realmente no es relevante en un sentido práctico: se trata de un premio creado en 2013 (por cierto, por un gobierno socialista, el de Zapatero, escudero de honor de Sánchez). Pero la cuestión es por qué lo hace. La eliminación responde a la utilización de una institución pública en beneficio de unos intereses ideológicos y partidistas que tienen como horizonte el desprestigio de la fiesta y su marginación.
Parece ser que el ministro Urtasun no se ha enterado (o no ha querido enterarse) de que el ministerio no es una sucursal política de su partido ni una plataforma para cumplir desde el gobierno sus deseos personales. Como ministro de cultura debería preocuparse por defender precisamente aquello que forma parte de nuestro panorama cultural y no obcecarse en destruirlo o atacarlo. Y debería hacerlo siendo o no de su interés, coincidiendo o no con sus inquietudes, gustos o inclinaciones. La eliminación del premio de tauromaquia realmente no es relevante en un sentido práctico: se trata de un premio creado en 2013 (por cierto, por un gobierno socialista, el de Zapatero, escudero de honor de Sánchez). Pero la cuestión es por qué lo hace. La eliminación responde a la utilización de una institución pública en beneficio de unos intereses ideológicos y partidistas que tienen como horizonte el desprestigio de la fiesta y su marginación. Lo verdaderamente preocupante es que un cargo público perteneciente a un partido que es cuarta fuerza política en nuestro país (por lo que ni siquiera podría escusarse en la falacia de que cuenta con el respaldo de una mayoría de votos) piense que puede actuar en contra de una tradición centenaria que pertenece a todos los españoles y que forma parte de nuestro patrimonio cultural, histórico y artístico. Por ello, taurinos o no, aficionados o no, quizá deberíamos posicionarnos en favor de aquello que forja nuestra identidad colectiva en contra de quienes desean hacer tabla rasa de lo que nos une y nos caracteriza.
Porque lo que no puede negarse de ninguna de las maneras es que la tauromaquia, seamos aficionados o no, forma parte de nuestro panorama cultural desde hace siglos, siendo fuente de inspiración del pueblo español y produciendo una idiosincrasia única que forma parte esencial y fundamental del de nuestro ser y de nuestra identidad. Un error cometido a menudo por los aficionados es la defensa de la fiesta en base al dinero generado, los costes producidos o el número de trabajadores y empresas que oscilan en torno a la misma. Este argumento, aunque fácil de entender y presumiblemente bien lanzado en una época en la que lo económico parece ser más relevante incluso que lo humano, podría llegar a ser tan ridículo como poner el grito en el cielo cuando la ideología de género se mete de lleno en nuestros colegios en un intento de ataque frontal a los más pequeños e inocentes porque oye, se paga con mis impuestos. Lo que quiero decir es que deberíamos de hacer el esfuerzo, aunque resulte harto más complicado, de defender las cosas en base a unos argumentos que tengan la intención de discernir entre lo bueno y lo malo, entre lo verdadero y lo falso, sin perder tanto el tiempo por el coste, la inversión, los impuestos … El ser humano es mucho más que economía, por favor. La tauromaquia, como bien intuyó el que fuese hasta hace un par de años el portavoz de la Fundación Toro de Lidia, el periodista Chapu Apaolaza, es tan atacada en nuestros días por miedo. No por miedo a un espectáculo que puede resultar desagradable porque en ocasiones es de una dureza palpable, si no por toda la significación de la fiesta en el sentido amplio de la palabra: una fiesta que nos enfrenta a lo que somos en un mundo que pretende olvidarlo en favor de ilusiones propias. Una fiesta que nos expone a la verdad de la vida, que no puede ser entendida sin la muerte; que nos habla de la necesidad de luchar, de enfrentarse a los problemas, de guerrear y sufrir; una fiesta que nos recuerda constantemente que el riesgo de caer es alto, incluso el de no levantarse, evocándonos que todos, por un revés, un movimiento traicionero, un temblor o un simple error, podríamos acabar fatalmente sobre el albero. Pero todo esto es demasiado duro para los corazones sensibleros y frágiles que viven empecinados en creer que la vida es solo disfrute y gozo, o debería serlo. En un mundo donde solo se busca el placer y el deleite, donde se ensalza la fealdad y se insulta a la inteligencia de manera constante y abrumadora, es difícil enfrentarse a una fiesta donde se resalta aquello que es contrario: el sufrimiento y la lucha, la perspicacia y la inteligencia, la estética y la belleza. En definitiva, la defensa de la tauromaquia no ha de hacerse, aunque tentador sea, en base a argumentos económicos. Debemos defender la fiesta como un sentir propio de nuestro pueblo, canalizado y expresado a lo largo de los siglos a través de una tradición única, que de ser arrebatada sería como extirpar una parte esencial de nuestro ser común.
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