Renunciando a las realidades que la mantuvieron unida, gran parte de la sociedad española ha depositado sus esperanzas de supervivencia de la patria en un código legal tan confuso como enclenque, un compendio de buenas intenciones que, pretendiendo agradar a todos, acaba sin agradar a nadie, algo que resulta ser la consecuencia última del tan estimado “consenso político”

Asistimos estos días a la discusión que ha suscitado la aprobación de la Ley de Amnistía por la Cámara Baja de Las Cortes Generales, la ignominia pactada por la cohorte sanchista y las hordas independentistas que pone aún más en peligro la supervivencia de España. La amnistía, lejos de ser la pretendida reconciliación que España necesita, algo que ni los propios votantes del PSOE ni los más fanáticos socialistas se creen, no es más que el reflejo de una España, o lo que queda de ella, que podridas sus raíces y el meollo de su esencia, va desquebrajándose lentamente mientras se convierte en polvo ante nuestros ojos.

Cierto es que desde hace tiempo España renunció a lo que siempre fue, olvidando que la fuerza de su unión nacía de su identidad católica. Juan Donoso Cortés, el gran pensador del siglo XIX español, caído en el olvido por su imperdonable condición de católico y tradicional, algo que para el progresismo nacional e internacional suena a rancio y anticuado, en el libro primero de su Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo nos recuerda una serie de verdades que la modernidad ha pretendido combatir, logrando con éxito que en numerosas ocasiones se vean desplazadas por dulces mentiras y bravos engaños. Toda sociedad, nos dice Donoso, para sobrevivir y perdurar necesita la fuerza de unión que aporta la religión, de manera que aquel que atenta contra ella no hace más que contribuir a la destrucción de los cimientos que sustentan dicho entramado social. Estas sabias palabras las recoge de una larga tradición que ya desde Platón reconoce la importancia de la religión, algo que nos dice en sus en sus Leyes (libro X).

El liberalismo, hijo de la modernidad, del filosofismo prerrevolucionario y del protestantismo, ha adoptado una serie de principios entre los que se niega la función social de la religión, de manera que se entiende mayoritariamente que, aun preservando algunos signos y símbolos que hacen referencia a nuestra tradición católica, el Estado y la sociedad civil han de estar profundamente separados de la Iglesia o cualquier estructura religiosa y actuar con total independencia, de manera que todas las religiones, sin atender a distinciones, deben estar restringidas al ámbito privado. De esta manera vemos como los católicos de hoy, infectados inocentemente de estas ideas, viven sumergidos en una especie de dualismo que divide su vida en dos ámbitos completamente independientes: el público y el privado. De ahí que veamos católicos enarbolar la bandera de partidos políticos que llevan años defendiendo principios profundamente contrarios a la Verdad revelada y custodiada por la Iglesia, católicos que se desgañitan por defender a aquellos que desde hace tiempo implantan en nuestra patria leyes y medidas que no hacen más que destruir el profundo ser de España, su unidad católica, sin que esto les provoque el más mínimo dilema moral. Como nos enseña Manuel García Morente, la catolicidad de España no es un accidente en su historia, un hecho puntual, concreto o determinado, una etapa más de las muchas que España ha podido atravesar. En esta tierra la catolicidad es el elemento fundamental de su esencia misma. Rechazando esta verdad, subiéndonos al tren de la modernidad confundiéndolo con el de la historia, España ha caído inevitablemente en una dinámica autodestructiva que amenaza con su total desaparición. Renunciando a las realidades que la mantuvieron unida, gran parte de la sociedad española ha depositado sus esperanzas de supervivencia de la patria en un código legal tan confuso como enclenque, un compendio de buenas intenciones que, pretendiendo agradar a todos, acaba sin agradar a nadie, algo que resulta ser la consecuencia última del tan estimado “consenso político”. Depositar las esperanzas de la salvación de la patria en el texto constitucional sería como depositar la esperanza de un matrimonio en un contrato redactado y firmado por unos novios en el momento del enlace. Las realidades cambian y los acuerdos y contratos envejecen. Todo lo creado por el hombre es efímero como efímera es su naturaleza. Nada sale de él que sea eterno. Por ello, solo reconociendo la trascendentalidad de la realidad de España podremos mantenernos unidos. Depositar la confianza de su unidad en el texto constitucional es condenar a España a su desaparición, como vemos en nuestros días, pues no significa más que la confirmación de esa idea nefasta por la que los hombres, voluntariamente, pueden remodelar los países y la sociedad a su antojo, sin atender ni a su pasado ni a su futuro. Es decir, que las generaciones presentes pueden disponer de una realidad común que nos trasciende y que es superior a nosotros, una realidad que no se encierra ni se define por los límites geográficos ni materiales, ni que depende de la coyuntura social del momento que atravesamos, ni de los sentimientos que pueda despertar en los hombres de hoy. No es más que un error pensar que realmente podemos disponer de una realidad común heredada de nuestros antepasados a la que nos debemos y para con la que tenemos un compromiso y unos deberes que cumplir.

La Constitución no tiene otra fuente de inspiración que la propia voluntad del hombre, por lo que se reconoce que es cambiable y moldeable, que puede ser recortada o ampliada, incluso transfigurada. Todo ello si se cuenta con la mayoría parlamentaria suficiente y se respetan los procedimientos pertinentes que el mismo texto recoge. Dejar los destinos de España en manos de un texto legislativo es, además de una irresponsabilidad, una falta de honradez y una traición. Por ello, los que desde la defensa de la Constitución pretenden defender la unidad de España, no han caído si no en un falso juego que se decidirá en favor del que mejor sepa jugar sus cartas y mayor personas atraiga a la defensa de sus particulares intereses.

Categorías: Pensamiento

0 comentarios

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *